Después del prendimiento de Jesús en el Huerto, lo llevaron a casa del Sumo Sacerdote; Pedro y otro discípulo lo fueron siguiendo, y se quedaron en el atrio. Allí empezó el proceso religioso contra Jesús, que lo condenó a muerte, por reconocer que era el Mesías de Israel y por confesar que era verdadero Hijo de Dios.
Las autoridades judías no podían por sí mismas ejecutar esa sentencia; por eso, cuando amaneció, llevaron a Jesús ante el procurador romano y se lo entregaron. Pilato, al saber que Jesús era galileo y por tanto súbdito de Herodes, se lo remitió; pero éste, después de mofarse de Jesús, se lo devolvió. El relato de San Lucas nos dice que Pilato convocó a los sumos sacerdotes, a los magistrados y al pueblo, y les dijo: «Me habéis traído a este hombre como alborotador del pueblo, pero yo le he interrogado delante de vosotros y no he hallado en este hombre ninguno de los delitos de que le acusáis. Ni tampoco Herodes, porque nos lo ha remitido. Nada ha hecho, pues, que merezca la muerte. Así que le castigaré y le soltaré». Toda la muchedumbre se puso a gritar a una: «¡Fuera ése, suéltanos a Barrabás!» Éste había sido encarcelado por un motín que hubo en la ciudad y por asesinato. Pilato les habló de nuevo, intentando librar a Jesús, pero ellos seguían gritando: «¡Crucifícale, crucifícale!» Por tercera vez les dijo: «Pero ¿qué mal ha hecho éste? No encuentro en él ningún delito que merezca la muerte; así que le castigaré y le soltaré». Pero ellos insistían pidiendo a grandes voces que fuera crucificado y sus gritos eran cada vez más fuertes. Finalmente, Pilato, queriendo complacer a la gente, les soltó a Barrabás, condenó a Jesús, mandó azotarle y lo entregó para que fuera crucificado.
Al sufrimiento del espíritu, tristeza, angustia y soledad de Getsemaní, siguió el dolor corporal y físico de la flagelación, en un contexto saturado de toda clase de vejaciones y desprecios. Entre los romanos, al flagelado que había sido condenado a muerte se le estimaba carente de todo derecho como persona y de toda consideración como humano, y quedaba totalmente a merced de los verdugos; a menudo se desmayaba bajo los golpes y no raramente perdía la vida. Jesús aquella noche fue de Herodes a Pilato, acabó convertido en deshecho humano, varón de dolores, como había escrito el profeta Isaías: «No tenía apariencia ni presencia; lo vimos y no tenía aspecto que pudiésemos estimar. Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable, y no lo tuvimos en cuenta».
Aunque los Evangelios no lo refieran expresamente, María, además de las referencias que le darían las personas allegadas, pudo ver a su Hijo, maltrecho y desfigurado, en alguno de sus traslados de unas a otras autoridades, y cuando Pilato lo presentó ante la muchedumbre, y cuando ésta gritó que lo crucificara. Tuvo que oír a Pilato que lo iba a castigar, que lo entregaba para que lo azotaran..., y luego ver en qué había quedado el hijo de sus entrañas. Sin duda, la espada de que le había hablado el anciano Simeón, le iba atravesando el alma.